LA CARROZA
Regresando
de quien sabe dónde, subía por la cuesta con mucho esfuerzo una tarde ya casi
al anochecer, amenazado por una tormenta que parecía querer reventar las nubes
con su furia infernal.
Entonces,
al levantar la vista al cielo para rogar, se me permitiese llegar a casa antes
que se desatara la tempestad, un ruido extraño me hizo volverme para divisar
entre las sombras del ocaso, un carruaje negro que con prisas subía detrás mío.
¿Qué clase
de visión era aquella? me froté los ojos para asegurarme que era real lo que
estaba sucediendo.
¡Cuarenta y
nueve mujeres uncidas tiraban de aquella lúgubre carroza, todas ellas con
bridas de plata!
No pude dar
un paso más, mis pies cansados parecían haberse petrificado.
Así que
horrorizado no tuve más remedio que ver como llegaban hasta donde me
encontraba.
Entonces el
extraño cortejo se detuvo, justo al lado mío, mas no por mi causa; una de las
cuarenta y nueve, la última, se cansó y parecía no poder dar un paso más.
De la
carroza se bajó una mujer con aires de comandante, le quitó los arneses y
comenzó a recitarle en el oído un extraño salmo, nunca podré saber si a modo de
regaño por su poco coraje o si eran palabras de ánimo para que no
desfalleciera.
La carroza
estaba tapizada en el interior con paño rojo y se iluminaba con algunas velas.
Dentro de ella viajaba un joven de buen aspecto, vestido con ropas negras, y
por su aire de nobleza me dio la impresión que era el líder de aquel extraño
cortejo.
—Buscamos
un pueblo tranquilo que no sea muy ruidoso... ¿Qué tal es el que sigue?-me
preguntó con voz suave sin dignarse a saludar.
¡Era para
donde yo iba!
…pero no
era un pueblo tranquilo.
Lo recordé
con sus almendros en las aceras frente a las casas y las calles principales
iluminadas por las lámparas públicas y sus cuatro iglesias falsas haciendo
ruido con sus parlantes a todo volumen, vendiendo el cielo a los incautos y
amenazando con el infierno a los sencillos.
Iba a
hablar; pero el joven pareció leer mi mente e ignorándome se puso a conversar
con el séquito de personas que le acompañaban dentro del carromato, los cuales
no pude distinguir más allá de su silueta.
Entonces el
cuadro cambió y me vi un poco más adelante, caminando al lado del pastorcillo
gritón, de una de esas iglesias.
No es que
estuviera de acuerdo con el o con sus heréticas enseñanzas; sino que era un
amigo desde mucho antes que se enloqueciera.
Llegamos al
pueblo bajo la llovizna, justo antes que se desatara un diluvio que duraría
hasta finales de septiembre.
Arpidio, se
dirigió a buscar algo para comer, en una casa mal iluminada con un foco barato.
Me despedí con cortesía y toqué las llaves de mi bolsillo recordando el viejo
candado que entre dos argollas mohosas se colgaba en la puerta trasera de mi
casa.
—Miguelan.
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