EVARISTO.
Una oscura tarde, en que
la llovizna flotaba entre los fuscos velos del empedrado de Londres, se presentó
ante mí el viejo Evaristo con la ballesta en la mano y un puñado de flechas.
¡Pobre amigo, estaba
arruinado!
La vida se había cebado
con él, cobrándole los horridos pecados de sus ancestros.
— ¡Ayúdame! —me dijo con
voz de apagada.
No se cómo pude entenderle,
era parco para hablar, una mezcla de señas y sonidos guturales, casi como los
hombres de las cavernas.
Lo hice pasar hasta el
cuartito del fondo, donde estaba mi despacho, y le ofrecí un vaso con absenta.
A pesar de su calamitoso
estado, pude reconocerlo, aunque tenía ya casi medio siglo de no verle desde
que siendo el muy joven había matado a un conocido delincuente en justicia
propia.
— ¿Qué puedo hacer por
vos, mi viejo amigo?
—El tiempo es malo y no
hay caza, —dijo vaciando el ajenjo de una sola vez.
Lo vi de pies a cabeza
mientras pensaba donde podía encajar el esperpento aquel. No es que fuera
viejo, estaba arruinado si, pero era fuerte y de gran envergadura, como un
roble de antaño.
Quizás pudiera conseguirle
un puesto de vigilante en la armería real cobrando algún favor o como guardián
de algún rico comerciante ¡cualquier ladrón se lo pensaría dos veces al ver el
tamaño de aquella ballesta de caza y el grosor de las flechas capaces de matar
un oso a la primera!
Charlamos largo rato,
hasta que entre sorbos de anís verde, se nos escaparon las últimas luces de día
y muy entrada la noche nos despedimos en el dintel de la puerta.
Lo vi caminar tranquilo,
arrastrando los pies hasta que se perdió en la bruma.
Quizá pudiera conseguirle
algo como custodio del bosquecillo detrás de la armería donde antaño cazaban
los reyes, allí encontraría quizás después de tantas desgracias la paz.
—Miguelan 2021
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