LA BALACERA.
A la décima hora de un
domingo neblinoso, la hora de la oración, mientras oíamos el sermón, se armó
una balacera a no más de un par de cuadras del sagrado recinto. Aunque no soy
experto en Armas como Romilo Caminante, El Cazador de Cocodrilos del bajo Lempa;
pude distinguir las detonaciones de diferentes calibres.
El sonido de los disparos
se oía cada vez más cerca, una pistola, quizás 22 rechistaba de vez en cuando
cada vez más fuerte, acercándose juntamente con el grito perseguidor y el
zapateo veloz de alguien que corría mientras respondía con su arma tratando de
no desperdiciar la munición.
— ¡Quítate de la ventana!
–le dije a un ingenuo que curioseaba.
Luego cerré la puerta de
doble hoja, sería difícil que alguien lograra forzar las gruesísimas tablas de
cedro decorado, además, no parecía que la escaramuza fuera a durar mucho…
<<Las balaceras
siempre terminan pronto, la muerte no tiene tiempo para espectáculos…>>
Algunas balas que se
habían estrellado en el milenario granito superior dejando caer sobre mi pelo
partículas de polvo blanquecino, me obligaron a acurrucarme al lado de la
ventana sin darme tiempo de cerrarla.
El que corría afuera se
agazapó del otro lado… ¡La misma ventana donde yo estaba! y quería entrar, pero
aunque la ventana estaba abierta él estaba herido y las fuerzas casi le habían
abandonado.
Decidí que no tenia
corazón para dejarle afuera desangrándose y ser en parte culpable de su muerte
porque cuando llegaran los perseguidores seguramente le rematarían.
No tuve que pensarlo mucho
y contra la voluntad de algunos que se decían Seguidores del Rabí de Galilea le
ayudé a entrar.
— ¡Tonto, te van a matar a
vos también!—Dijo frunciendo la boca la mas consagrada de todas
— ¡Y a nosotros por tu
culpa zopenco! —Gritó el rico negociante cubriéndose la cabeza con sus manos
regordetas mientras trataba de meterse debajo de una banca.
Ignoré el descontento
general y con todas mis fuerzas tiré del miserable.
Primero entró su mano
dejando caer la pistola con estrépito en el mármol blanco del sagrado recinto,
seguida de un goteo constante de sangre viva.
¡Era un muchacho! Quizá no
más viejo que alguno de mis sobrinos.
Lo llevé hasta un cuarto
que había al lado, creo que era la habitación donde se contaba la limosna y le
acomodé en una silla mientras le decía:
—Tranquilo muchacho vas a
estar bien, por ahora debes reponerte.
— ¡La mataron, la mataron
los malditos! –gritaba una y otra vez.
—Por ahora no pensés en
eso, ya habrá tiempo después…
A pesar de todo insistió
en que le dejara el arma, la cual puso en su regazo, antes de desmayarse para
soltarla de nuevo cayendo por segunda sobre un charco de sangre.
Iba saliendo del cuarto,
de regreso al sermón cuando me encontré con uno de los que le perseguían,
revolver en mano y decidido a rematar al pobre muchacho.
Me asombró ver un rostro
familiar, ¡yo lo conocía de toda la vida! y aunque sabía que andaba en malos
pasos no esperaba encontrármelo en ese lugar y en tan mala situación; Tenía
endurecido el rostro, y caminaba con la fuerza de un tornado, cegado sin duda
por Lucifer.
Me puse en su camino y le
dije:
—Lo siento, pero no puedo
dejarte pasar.
— ¡Quítate, la cosa no es
con vos, no sabes nada del asunto, ni siquiera sabes quién es el que estas
protegiendo! –me escupió en la cara.
— ¡No, no lo sé, pero no
voy a permitir que lo mates en este lugar, no aquí! ¡Luego si querés matálo
pero no en tierra consagrada!
Algo extraño paso en la
mente del matón y se apresuro a salir, respirando como búfalo enfurecido.
La policía llego después y
¡Oh sorpresa! me acusaron de ser cómplice del criminal más buscado de la ciudad
Escudriñé con la mirada
alguno que me defendiera, que dijera que no era así, que yo solamente estaba
allí con ellos oyendo el sermón Dominical como siempre, pero todos agacharon la
mirada y uno a uno comenzó a salir hasta que me quede completamente solo…
El frio metal unió mis
manos encadenándolas dolorosamente sin que hubiera explicación alguna que
pudiera convencerles que yo solo estaba allí para escuchar la escuela
dominical.
—Miguelan.
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