EUSTAQUIO Y EL FIN DEL MUNDO.
día, sucedió algo que aun ahora mucho tiempo después sigue estremeciéndome.
Me encontraba con mi amada hija, Valentina, la bella; en la
vieja casa donde crecí.
¡Si, la misma casa que fue construida sobre aquel antiguo
cementerio!
Habíamos ido de visita, en esta ocasión a regañadientes por
llamado de mi madre; pero ella hacía rato se había quedado dormida en su silla
de cordeles, con el control del televisor bien asegurado en su mano artrítica.
En la última habitación, la más lejana, aquella que desde
niño me había horrorizado; porque constantemente entraban y salían en ella
personas que solo yo podía ver, bueno también un primo medio loco que de vez en
cuando nos visitaba, dijo haber visto cosas allí.
Justo en esa habitación maldita; del frio piso comenzó a
brotar una fuente de agua negra y hedionda. No, no era un manantial lodoso,
sino más bien un oscuro y transparente líquido.
El miedo de un hombre podrá ser todo lo grande que se
quiera, pero la curiosidad siempre será mayor y por mucho, así que me asomé
para ver de qué se trataba aquel insólito suceso, y quizás sea por la llegada
de la noche o por ser aquello obra del mismo Satanás, no me fue posible ver el
fondo del vertiente.
Por si eso ya era extraño, comenzaron a salir del afluente
maligno una especie de careyes de horrible apariencia y agresividad
inigualable.
Yo intentaba sacarlas de la casa sosteniendo con una mano a
mi hija y con la otra un leño que había tomado del fogón, pero era el cuento de
nunca acabar, por cada una que ahuyentaba, seguían saliendo mas y mas, y por si
fuera poco mi pequeña lloraba insistiendo para que la dejase entrar en el agua
que ya casi llenaba toda la casa.
Pero las cosas aun no llegaban a su final.
Angustiado y temblando de miedo, mis oídos comenzaron a
escuchar un fuerte viento solano que parecía llorar entre las ramas de los
almendros, una ventisca como jamás había visto en mi vida, una furia que
arrancaba árboles de sus raíces, y desgajaba las ramas de los más fuertes.
Como el viento no paraba, consideré prudente refugiarme con
mi hija en el cuarto de mi padre, a quien por alguna extraña razón no había
visto en todo ese día: pero justo en el momento de cruzar la puerta un
estruendoso rayo desató la tormenta, que despedazaba todo cuanto tocaba, con
miles de centellas que se desgranaban en un zigzag de muerte y desesperanza,
aplastando como pies de gigante casas, edificios y montañas.
La poca gente que no había muerto corría despavorida de un
lado a otro, con el rostro desencajado viendo el volcán que acababa de explotar
en fuego y cenizas volando la mitad de su envergadura, arrasando con una nube
que se extendía como una gran falda de muerte pulverizando todo a su paso.
¡Miserable de mí que hasta ese momento volví mis ojos al
cielo, para rogar por protección!
¿Por qué sucede esto me preguntaba? ¿Ha llegado acaso el
final de los tiempos?
¡Eustaquio el anciano centenario! ¡El es el culpable por
negarse a morir cuando debía!
¡Quien sabe cuántos pecados acumulados en su infinita vida
han desatado la ira del Eterno sobre la pequeña villa donde los hombres buenos
luchamos por ganarnos el pan de cada día!
Entonces el miedo me abandonó… suele suceder así, cuando la
esperanza se pierde el miedo también desaparece.
¡Aquello era el final!
¡Y todo por culpa de Eustaquio! todo ese tiempo fingiendo
ser un hombre bueno y viviendo al lado de mi casa regodeándose, viendo morir
uno a uno a los habitantes del lugar mientras el viviría eternamente.
Entonces recordé a mi anciana madre ¡Oh Dios como pude
olvidarme de ella, quizá sea yo y no Eustaquio el culpable de tanta desgracia!
Corrí a donde ella estaba; pero, impávida y con los pies
metidos en las aguas negras hasta el tobillo miraba su vieja novela.
— ¡Madre, el mundo se acaba debemos huir de aquí!
Pero a ella parecía no importarle nada.
—Lo siento madre, mi vida son mi familia, esposa e hija. Te
tengo que dejar—dije llorando y bese su frente—lo siento mucho.
Encendí el poderoso motor de mi motocicleta y puse a mi niña
en la parte de adelante y a mi esposa en el asiento de atrás.
¿Cómo llego mi esposa allí? no lo sé, solo apareció de
pronto.
—Vámonos Li—le dije.
—A dónde iremos— dijo ella llorando mientras miraba el
cielo.
¡La nube de fuego nos había alcanzado!
Sentía en mis carnes el calor abrasador, que nos iba a
calcinar borrando de la memoria de los tiempos nuestra existencia.
Mire con odio a Eustaquio, el anciano de 106 años, que
sonreía sentado en su vieja hamaca de hilo.
Tomé a Valentina y le dije:
<< Hija, por lo menos moriremos juntos y la abracé
fuerte>>
—Miguelan abril 2020 (El libro de los sueños)
El sueño de César.
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