EL ULTIMO PASO
¿De quién era aquel
cortejo fúnebre?
Posiblemente nunca lo
sepa, pero al igual que muchos, por las calles de una populosa ciudad les
acompañaba en un día aciago. Eran todos compañeros de profesión, conduciendo
sus vehículos sin dignarse ninguno de ellos a llevarme.
El automóvil donde yo
debía conducirme se había adelantado unas dos cuadras, y por más que corría con
todas mis fuerzas, esperando alcanzarlo en algún semáforo, este siempre
cambiaba de luz en el momento preciso sin que pudiera atraparlo.
Las puertas del cementerio
no tardaron en aparecer.
¡Oh lugar más extraño, una
necrópolis como jamás vi otra en todos mis días de pecador!
Si hubiera visto en sus
puertas la frase, “perded toda esperanza los que entráis”, no me habría
sorprendido más que ver las letras oscuras en una terminal de trenes anunciando
los destinos en cada andén.
Un pantano de aguas
verdosas y profundas nos dio la bienvenida, a un túnel rectangular de paredes
petrificadas y húmedas. Había del izquierdo un único camino, donde una raíz
perdida del árbol de la vida se movía a voluntad propia como un tentáculo gigante.
Y allá se adentraron los
veloces cargadores del extraño ataúd, con sus trajes oscuros y su ridículo
porte aristocrático, siempre de prisa, siempre delante mío sin que pudiera ver
sus rostros.
La voz que siempre me
despierta a las tres de la madrugada susurró en mi oído con sus graves
arpegios:
“El Hades sabe que estáis
aquí, caminad con cuidado sobre todo en el tramo final.”
No habría prestado
atención a la advertencia -ya saben los que me conocen que todo el tiempo oigo
voces y casi nunca hago lo que piden- de no ser porque con su dedo bulboso me
señaló una serpiente escondida en las raíces de los árboles que sostenían el
techo del recinto. No era muy grande, pero sí extremadamente venenosa, color
beige y su cabeza como flecha apuntándome al corazón.
¿Me apuñalarían sus
colmillos si trataba de pasar? ¿Debía regresar?
El cortejo avanzaba y
debía alcanzarlos. tomé una raíz seca y la golpeé fuertemente; la víbora cayó
en el agua y se alejó nadando sin haber sufrido en apariencia daño alguno. Pero
no era la única culebra; ¡el recinto estaba infestado de ellas, todas
escondidas tras las raíces que como venas se esparcían por la cavidad mortecina
del recinto!
¡Tenía miedo, pero
continué avanzando, golpeando serpientes y esquivando letales mordeduras! era
necesario alcanzar aquel extraño cortejo que parecía siempre estar un paso
delante de mí.
No tardé en darles caza,
pero estaban por cruzar el enrejado que les permitiría salir del recinto
cenagoso y llegar al sitio del entierro.
¿No era el último tramo el
más peligroso? ¿Lo habían pasado ellos o aún les faltaba? Yo golpeaba réptiles
en una batalla agónica donde más que mi vida imperaba la extraña necesidad de
alcanzar aquel cortejo fúnebre que, de pie esperaba el oportuno segundo para
llevar el ataúd a su última morada.
La puerta se abrió
chirriando tristemente... ¡y ellos se dispusieron a cruzar el umbral de las
puertas de la muerte!
—Miguelan 2020 (El Libro
de los sueños)
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