EL SALON SIN TIEMPO
Aquella gran sala,
con decorado de los años 50 o 60, me pareció en un principio un restaurante
donde nadie estaba comiendo.
Había mesas
compartidas donde conversábamos con viejos conocidos y también con personas que
jamás en nuestra vida habíamos visto.
¿De que hablábamos?
De nuestra
experiencia en la tierra, todos compartiendo con todos, un poco de nuestra
estadía en la vida; parecía que nos alimentábamos de eso.
¡Por eso no había
comida servida en ninguna parte!
Nuestro alimento
era recordar las emociones que las vivencias nos habían producido, no era tanto
la experiencia en si o de que trataba el asunto, sino más bien, cuanta emoción
y nostalgia arrancaba aquello en nuestro corazón.
Y aunque nadie se
aburría, (por alguna razón eso ya no estaba en nuestro ser, así como tampoco la
percepción del tiempo) se podían dar paseos por la terraza y ver la luz de un
atardecer más allá del tiempo y el espacio.
Aquel lugar era la
antesala donde esperábamos a todos los demás.
¿Quiénes y cuántos
son todos los demás?
Eso nadie lo sabía,
excepto que debíamos estar allí hasta que todos llegaran.
De vez en cuando
pasaba el pregonero, un ser de diferente esencia a la nuestra; desde mi punto
de vista; tristemente feo.
Pasaba anunciando
los nombres de los recién llegados, que, aunque eran muchos no alcanzaban a
llenar nunca los vastísimos salones del inconmensurable lugar.
¡Entonces reventaba
el lugar con gritos de júbilo y porras a los nuevos comensales!
—Miguelan
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