Un día, cuando aburrido me desparramaba en una silla de madera viejísima, creyendo haber perdido para siempre el talento de contar historias; llegó ella y me dijo:
—Escribe.
Era un espectro de mujer,
de extraordinaria belleza, como las de los cuadros antiguos.
— ¿Qué escribo? ¡Estoy
seco!
—No te preocupes, tú
escribe lo que yo te diga.
— ¿Quién eres?
—Lo sabrás cuando hallas
terminado
— ¡No, no lo haré! ¡Por si
no te has dado cuenta, ni una partícula de tinta ha salido de esta pluma desde
hace quien sabe cuánto!
Como niño caprichoso tiré
el lápiz hacia atrás, por encima de mi hombro y con el ceño fruncido me crucé
de brazos.
Entonces, ella con
paciencia, tomó mi mano y comenzó a guiarla como hace la maestra con el infante
que inseguro traza con temblores las líneas de la historia.
No podría decirte en este
momento cuanto tiempo transcurrió; pero a medida que la tinta vaciaba sobre el
papel, el arcano recóndito de una elegía perdida, su rostro se iba mostrando
cada vez más claro. Olía a ropa guardada en viejísimos baúles de cedro y a
brisa de mar.
¿Aquel espíritu triste de
donde había venido?
Poco a poco la tinta
tomaba forma y el arcano se revelaba ahora diáfano en el papel
Y entonces supe quién era
ella.
— ¡Tú eres Inés
Humbertina!
Ella sonrió, y soltó
entonces mi mano.
—Ahora puedes seguir tu
solo.
—Miguelan.
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