LA SIMA
Este lugar no se parecía a
los muchos que había visitado en el transcurso de mi vida, cuando por alguna
razón había tenido que despedir a algún familiar, un conocido o asistir
obligado por las circunstancias y acompañar algún desconocido.
Era vasto y sus límites se
extendían hasta lontananza mas allá de donde mis ojos alcanzaban a ver.
No, no me agradan los
cementerios y creo que a nadie le gustan; pero entre todos a mi menos y siempre
que puedo los esquivo y no es porque que me asuste la muerte, sino más bien es
esa extraña sensación de soledad y abandono la que perfora mis entrañas.
¡Es el olvido lo que me
espanta!
Era la tarde de un día
cualquiera, el sol casi terminaba su largo recorrido alcanzando a rozar aun las
altas hojas de los cipreses que desfilaban por la calle principal de la
marmolea necrópolis.
Caminaba despreocupado
sobre el pavimento que a modo de acera se elevaba sobre un césped bien cuidado
de un verdor uniforme. Buscaba mi nombre en las lapidas de los nichos.
Había abedules y también
sauces que se mecían de un lado a otro con la brisa fresca del crepúsculo,
arboles irreverentes que estrujaban con sus raíces el alabastro de las tumbas.
Los nombres escritos en el
gélido mármol del olvido nada me decían, ni uno solo había que pudiera evocar
en mí, alguna emoción y así continué por largo rato hasta que casi llegue al
final de ese pasillo.
No me sorprendió
encontrarme con Eduardo, un viejo conocido.
Parecía haberme estado
esperando
—Ese es el lugar que
buscas… es tu lugar—me dijo sin molestarse en saludar, como todo buen
amigo—mientras me señalaba una oscura cavidad justo en la mitad de los nichos
que como cuartos de mesón esperan quien los arrende hasta el día del Juicio
Final.
<<Soy un muerto que
camina entre los vivos>> —pensé.
No le agradecí que me
mostrara el lugar ni me despedí de el… como hacen todos los amigos.
Con tristeza y miedo me
introduje en el apagado y húmedo recinto y me quedé allí por quien sabe cuánto
tiempo sin poder salir, porque en el momento que mi cuerpo estuvo dentro, unos barrotes
de metal aprisionaron mi alma por toda la Eternidad.
Y los tiempos pasaron, el
sol subió y bajó infinidad de veces hasta que me olvidé de contar los días ¿Qué
caso tenía? la gente continuo desfilando en la búsqueda solitaria de su
prisión, algunos al buscar su nombre leían el mío y llenos de piedad hacían una
breve oración y seguían caminando hasta que Eduardo les decía donde sería su
lugar.
Pasaban sin saber que
podía verlos aunque ellos no pudieran advertirlo.
Si en tormentos el Rico
deseaba que Lázaro mojara con su dedo la punta de su lengua, yo anhelaba con
angustiosa necesidad solo un poco de contacto humano.
Me estiraba hasta donde
mis tendones me lo permitían sacando mi mano por entre los hierros que me
aprisionaban, llegando casi a rozar a alguno; pero una gran sima había entre
ellos y mi anhelo.
—2018
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